by SantiPina
¿Y si eso que llamamos "las verdades del
marketing" fuera una gran mentira? ¿Y si el marketing que conocemos
resultara ser, como al fin y al cabo piensa prácticamente todo el que no vive
de él, una trola de proporciones descomunales? ¿Algo que además se hubiera
convertido, paradógicamente y a nivel global, en uno de los problemas más
graves de nuestro tiempo, en el mayor obstáculo para el desarrollo empresarial,
la productividad, el éxito basado en el talento, la creación, la cultura del
esfuerzo, por no hablar simple y llanamente del progreso de la sociedad...?
Primavera de 1876. En el puerto de Kingston, Ontario, la
silueta de un hombre recio se adivina a a través del temporal que esa mañana
azota la costa. No viste como un estibador. Y un estibador en su sano juicio
jamás permanecería clavado al suelo, bajo la lluvia helada y ese viento del
diablo, las dos horas largas que Michael Bass lleva ahí sin apenas pestañear.
Los estibadores son aquellos que se mueven a decenas de metros de distancia,
como un ejército de fantasmas vomitado por el mar, intentando poner algo de
orden entre las enormes pilas de barriles que una impresionante grúa extrae sin
descanso desde las entrañas de un carguero con bandera británica.
Finalmente, destacando a pesar de la tormenta sobre miles de
toneles de madera idénticos que ya colapsar el muelle, los primeros barriles de
cerveza Bass son mecidos por el viento que hostiga a la grúa hasta terminar
posándose con suavidad en tierra firme. Los estibadores detienen su trabajo un
instante. Michael puede escuchar el acento medio inglés de sus voces en la
lejanía:
- ¿Qué diablos es esto, patrón?
- La cerveza de Bass. Pónganla junto a las otras.
"Si el viejo pudiera verlo...", piensa Michael.
Unos minutos después el cargamento de cerveza Bass ya está apilado junto al
resto. No son un montón de barriles más; son los únicos que han llegado
marcados con un triángulo rojo, como salieron de la fábrica de Burton upon Trent, allí en casa. Como
recorrieron el río del mismo nombre en la barcaza que desembocaría en el
Estuario de Humber. Como cruzaron valientemente el Mar del Norte para alcanzar
la costa de Canadá, todavía una colonia del Imperio. Y como seguirán su camino
hasta las tabernas más recónditas del país, donde encontrarán su feliz destino.
No son solo un montón de barriles. Ni siquiera barriles de la mejor cerveza
británica, elaborada con las benditas aguas del East Staffordshire como la
Coors y un par de ellas más. Quién iba a saberlo al fin y al cabo. No, por
supuesto que no. Esta es la cerveza de la insignia roja en forma de triángulo.
La Bass Pale Ale. La cerveza del viejo.
De camino al hotel, con el traje empapado y unas décimas de
fiebre ganadas a pulso, Bass tiene la sensación de haber culminado también el
viaje más importante de sus cuarenta años de vida. Ha merecido la pena navegar
tan lejos para ver aquello con sus propios ojos, igual que la merecieron todos
los demás esfuerzos para mantener el sabor por encima de los caprichos y la
empresa por encima de los perezosos que habrían preferido tener algo de dinero
en el bolsillo, en lugar de un buen sueño en la cabeza. Mereció la pena invertir buena parte de su
salud en convencer al resto de la familia para incluir algunas de las mejoras
que la era industrial acababa de traer al mundo. Y también la mereció -aquello
fue divertido- enviar al pobre Ernst a hacer cola toda una noche frente a la oficina del Gobierno para
ser los primeros en acogerse a la United
Kingdom's Trade Mark Registration Act, que había entrado en vigor el 1
de enero de ese mismo año. En fin, ojalá que el viejo no hubiera muerto cien
años antes.
Alrededor de un siglo más tarde, Andy Warhol pintó en Nueva
York una gigantesca lata de sopa Campbell y se convirtió para muchos en el
artista más representativo del movimiento Pop. Pero mucho tiempo atrás las
botellas de Bass ya habían sido inmortalizadas en Un bar aux Folies-Bergère
de Monet y en nada menos que cuarenta obras de la etapa cubista de Picasso, al
margen de un breve cameo en el Ulysses de James Joyce.
Un triángulo rojo no es gran cosa. Hoy nadie lo recomendaría
como el ejercicio más seguro para aprobar párvulos de Diseño Gráfico, pero el
caso es que está ahí. Ocupando su lugar en algunos de los cuadros más caros de
la historia, y ocupándolo también en la
historia de las marcas. Destacando como aquel día lo hiciera bajo la tempestad
en el puerto de Kingston. Porque más allá de una marca registrada, más allá de
todo lo que pretendan dar por cierto en las escuelas de marketing, de negocios
o de finanzas, ese triángulo es y debería ser siempre el símbolo del auténtico
empresario. De una gente orgullosa por lo que hace y de la forma en que lo
hace. Y orgullosa, como consecuencia natural y no por otra razón, de hacérselo
saber al mundo entero.
Lo que de verdad emocionó a Michael Bass aquella mañana no fue el desembarco de un tosco triángulo rojo pintado en unos barriles de madera. Fue lo que había dentro: la historia de su familia; el trabajo de la gente en la fábrica; un puñado de ideas; la cerveza del viejo.
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